Mi nombre es Lu y tengo una hija adolescente.
Sí pues, la niña creció, ahora está en secundaria, habla poco, se ríe menos, se molesta más. Tiene más amigas y amigos que hace 3 meses, quiere –siempre- dar a conocer su posición, y casi siempre lo que tiene que hacer con nosotros es un tanto “aburrido”. Ya no va de la mano conmigo, se despide de lejos y usa horas de horas el celular y la PC.
La vida no sólo le está cambiando a ella, también a nosotros, a la familia completa. Y es que como padres no podemos pretender que nuestra dinámica familiar sea la misma de cuando nuestros hijos tenían 5 años. No, a los 11 años (un poco antes, un poco después) esta dinámica debe cambiar. Debe responder de manera adecuada a nuestra nueva situación: la de padres de hijos adolescentes.
¡Y me está costando! Al punto de sentir que no puedo hacer mucho por mi hija. Anita – como aún le digo y le seguiré diciendo- es una genia, hábil como ninguna, una espigada señorita que se gana a todos con su preciosa sonrisa. Hermosa y única, mi Anita. Es ella también un contenedor hormonal que nos trae de cabeza. A veces amanece feliz y nos adora, a veces parece que le hubiéramos hecho algo muy malo y le cuesta lanzarnos un saludo. Hace tiempo que ya no deja que la lleve de la mano, “no, mamá”, me dice convencida. Busca autonomía, saber quién es, de dónde viene y hacia dónde va. Ella no lo sabe, pero es lo que busca.
En el paso por la adolescencia uno debe conseguir experiencias personales para darle forma a nuestra madurez emocional. Es decir, toca “sufrir, vivir, equivocarse, aprender”. A nosotros, papás, nos toca acompañar, guiar, informar, comunicar, cambiar y jamás abandonar. A veces me sale lo demente y me gustaría decirle que no frecuente a tal o cual amiga, pero así –tan frontal, con o sin razón- no lograré mucho. La negociación será la nueva base de la comunicación entre padres e hijos en la etapa de la adolescencia. No vale imponerse, sólo generaremos conflictos, marcaremos distancias absurdas que nos afectarán ahora y en el futuro.
Su actual elocuencia (entiéndase la ironía) me mata: “Sí. No. Ya. Bien. Ahí…” Y yo pensé que estaría relajada, que esta etapa la pasaríamos como “mantequilla”. No exagero, realmente me siento varias veces confundida, no sé cómo reaccionar. Es decir, sí sé, sólo que es difícil encontrar un punto medio. Ya no es una niña a la que se le dice qué hacer, no es un adulto que sabe qué hacer tampoco, necesita entonces – como todos los adolescentes- que la ayude a pensar, a descubrir, a discernir qué es bueno y qué es malo, no que le diga qué hacer.
¿Qué viene luego? No sé. ¿Cómo asegurar que todo irá bien? No se puede. Lo consideraremos un éxito si pasa esta etapa sin terminar odiándonos, sin depender de sus amigas y amigos al extremo, sin huir de casa, y sin aburrirse de todo. A veces, esta niña más grande que yo en tamaño, me da señales de la enorme sabiduría que esconde, bajo esas capas de sufrida pre-adolescente.
¿A ustedes cómo les va?
Hablamos,
Lu